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Me reservo el derecho de publicar noticias ficticias -debidamente señaladas NF- cuando la realidad me aburra, alternando con mis entradas de opinión.

domingo, 4 de julio de 2010

Aguaya, Guicho y Pomar, durmiendo sobre la bomba dormida

ALEMANIA Y LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
El ataque de las bombas dormidas
Cuando la guerra llegaba a su fin, los bombardeos sobre ciudades como Nuremberg (en la foto) fueron especialmente intensos. Muchas bombas no llegaron a estallar.

Cien mil bombas aliadas quedan todavía sin explotar en Alemania. Sólo en la ciudad de Berlín se han encontrado 7.000 y hay, al menos, otras 3.000 sin localizar. Hasta ahora se han desactivado sin incidentes muy graves, pero los expertos avisan: se están pudriendo y ese arsenal dormido se puede descontrolar.


En España, si das un pisotón en el suelo, puedes encontrar un yacimiento arqueológico. Los albañiles alemanes están acostumbrados a otro tipo de sorpresas: bombas ‘dormidas’ de la Segunda Guerra Mundial. Hay tantas que ni siquiera es noticia cuando los bulldozers desentierran una. Se acordona la zona, se llama a los artificieros, se desactiva y... vuelta al tajo. La rutina habitual. Cada año se descubren e inutilizan en Alemania dos mil toneladas de bombas americanas y británicas que no estallaron en su momento, además de minas antitanque, granadas de mano, obuses y piezas de artillería rusas. Casi todas las semanas hay que evacuar un barrio o cortar una carretera y esperar unas horas hasta que los especialistas se llevan la ‘criatura’, que puede llegar a pesar 900 kilos. Nadie parece inmutarse, pero últimamente algo empieza a ir terriblemente mal.


El primer aviso se dio en febrero. Unos albañiles descubrieron una bomba de media tonelada durante los trabajos de cimentación de un edificio en Gotinga, en la Baja Sajonia. El artefacto estaba a siete metros de profundidad. Siete mil personas fueron evacuadas. La bomba era de fabricación estadounidense y llevaba la típica espoleta de retardo que los especialistas se conocen de memoria. La Policía todavía estaba colocando las bandas de «No pasar» cuando el proyectil estalló. Murieron tres artificieros y otras seis personas resultaron heridas. Eran gente experta y concienzuda. Habían participado en unas 700 misiones. No hicieron nada mal, pero la bomba explotó igualmente. Sesenta y cinco años después de que un B-24 Liberator la lanzase sobre Alemania. ¿Por qué?


Segundo aviso. Berlín, a finales de mayo. Descubren otra bomba norteamericana de 500 kilos en el alcantarillado del barrio de Zehlendorf. Nueve mil vecinos abandonan sin rechistar sus casas hasta nueva orden. De nuevo, la espoleta de retardo que causó la tragedia en Gotinga, pero en esta ocasión todo salió bien... Sólo que esa espoleta tuvo a los artificieros tragando saliva todo el tiempo. La razón la explica Andreas Heil, director de Tauber, una de las muchas empresas privadas de desactivación que proliferan en Alemania, en una entrevista a Der Spiegel: «Todavía no sabemos a ciencia cierta por qué murieron tres compañeros en Gotinga, pero sospechamos que el problema está en ese tipo concreto de espoletas. Su mecanismo las hace muy peligrosas».


En esencia, se trata de un ingenioso detonador acoplado a un muelle. Si el muelle salta, un fusible libera una descarga eléctrica y hace estallar la bomba. Ese muelle está retenido por una endeble pieza de celuloide que actúa como seguro. Y después de 65 años enterrado y húmedo, el celuloide puede estar muy deteriorado. Se calcula que todavía quedan unas cien mil bombas aliadas sin explotar en el subsuelo germano. Suman entre 90.000 y 280.000 toneladas. Y cada vez son más difíciles de desactivar porque, literalmente, se están pudriendo. «El riesgo es mayor si el nivel freático fluctúa y los detonadores se humedecen y se secan unas cuantas veces a lo largo de los años. El celuloide que los bloquea se corrompe, pero los fusibles son de gran calidad: de latón, los ingleses y de excelentes aleaciones de aluminio, los americanos. Ingeniería de alta precisión. Esos detonadores siguen funcionando», añade Heil. Y seguirán funcionando durante décadas. Los desactivadores tienen suficiente trabajo para estar ocupados durante los próximos 120 años.


Pero los detonadores son cada vez más inestables. Hans-Jürgen Weise, uno de los artificieros más experimentados del país, relata un incidente que pone los pelos de punta. «Extrajimos tres detonadores y, mientras los transportábamos a un lugar seguro para desactivarlos, uno de ellos comenzó a hacer un sonido sibilante: fissssss... Una pequeña vibración y explotaba. Un día, esas bombas serán tan sensibles que nadie podrá manejarlas. Quizá tan pronto como el año que viene ya no podamos desactivarlas.» Si Weise tiene razón, habrá que detonarlas in situ, estén donde estén.


Y están por todas partes en las zonas que fueron castigadas por la aviación. Berlín soportó una lluvia de medio millón de toneladas, especialmente en Oranienburg, donde se sospechaba que los nazis desarrollaban su programa atómico. En el área metropolitana se han encontrado 7.000 bombas ‘dormidas’ y quedan, al menos, otras 3.000. Fráncfort, Hamburgo, Colonia, Dresde, la industria siderúrgica de la cuenca del Ruhr... Los incidentes se suceden con regularidad, pero en raras ocasiones las consecuencias son dramáticas. A las tres muertes de Gotinga hay que añadir la de un operario que trabajaba en la construcción de una autopista cerca de Aschaffenburg en 2006 y la de tres albañiles en Berlín en 1994.


La desactivación de bombas ha generado toda una industria en Alemania. Hay materia prima de sobra. De los dos millones de toneladas que lanzaron los bombarderos de la RAF y las fortalezas volantes norteamericanas, entre el cinco y el quince por ciento no explotaron. La mayoría, de espoleta retardada. Estas bombas estaban diseñadas para explotar entre dos y 146 horas después del impacto con el fin de aterrorizar a la población y sembrar el caos. Paradójicamente, los primeros que las utilizaron fueron los alemanes de la Legión Cóndor en la Guerra Civil española. Londres y Varsovia también sufrieron los bombardeos de la Luftwaffe y todavía se encuentran proyectiles germanos en estas ciudades.


En teoría, cuando la bomba impactaba contra el suelo, se rompía una ampolla que liberaba un reactivo químico (acetona). Éste iba quemando poco a poco el celuloide, hasta que liberaba el seguro y... ¡pum! Pero la ampolla no siempre se rompía. Y aunque lo hiciese, si la bomba penetraba en suelo blando, rebotaba en el lecho de gravilla y quedaba con la cabeza apuntando hacia arriba, el vial de acetona quedaba por debajo del disco de celuloide y el líquido no se derramaba sobre él. El vapor de acetona, aunque es un disolvente poderoso, no suele bastar para provocar la combustión. La bomba dormirá entonces el sueño de los justos hasta que, por alguna razón, despierte.


El negocio está servido. No sólo para las empresas de artificieros que subcontrata el Estado porque los de la Policía no dan abasto; también para los investigadores que se dedican a buscar dónde puede haber una bomba enterrada. Por cada bomba localizada, una compañía privada factura unos 25.000 euros. Del mismo modo que hay buscadores de tesoros que peregrinan al Archivo General de Indias para rastrear la localización de los galeones españoles hundidos, los buscadores de bombas acuden al Archivo de la Fuerza Aérea del fuerte Maxwell en Alabama, Estados Unidos. Allí se cotejan las viejas fotos aéreas con imágenes actuales tomadas por satélite para identificar lugares sospechosos. Los expertos no buscan cráteres. Un cráter es tranquilizador: indica que hubo explosión. La búsqueda es más compleja porque hay que localizar pequeños puntos oscuros sobre el terreno, lugares donde pudo penetrar una bomba. Cuando se encuentran, el siguiente paso es comprobar en las bases de datos si hubo alguna misión aérea sobre ese lugar. Lo normal es que no hubiese una, sino decenas; por eso, las constructoras no se conforman con una sola foto, necesitan todas las que puedan obtener. Y hay decenas de miles. En mayo de 1945, los pilotos estadounidenses se embarcaron en misiones de reconocimiento con los mismos bombarderos con los que habían arrasado Alemania. Su misión: documentar la destrucción. La guerra acababa de terminar y durante seis días 2.013 aviones, todos llevando a un fotógrafo entre los tripulantes, realizaron una topografía exhaustiva de la devastación. Fue la operación Trolley. Otra fuente preciosa son las víctimas. Las familias alemanas documentaban los daños en sus propiedades. La razón es que Hitler había prometido indemnizarles hasta el último marco cuando terminase la guerra.


Una vez se detecta un punto oscuro, las empresas de artificieros peinan la zona con detectores de metal, radares de suelo y aparatos de sonar. En ocasiones, los bombarderos no alcanzaban sus objetivos y entonces los pilotos seleccionaban objetivos oportunistas antes de regresar a sus bases, a veces al buen tuntún. Nadie quiere aterrizar con bombas en su avión. Por eso terminaban a veces en los lugares más insospechados.


Una vez encontrada la bomba, es el turno de los artificieros. Hans-Jürgen Weise reconoce que tiene suerte de estar vivo desde que, en 1983, obtuvo su diploma en desactivación. «Cuando estás trabajando con una bomba en mitad de una ciudad, todo se vuelve extrañamente silencioso. A veces incluso los pájaros dejan de cantar. En esos momentos notas de verdad la presión y te preguntas por qué no trabajas en una oficina. Un poco de miedo no viene mal, te mantiene alerta, pero el miedo también te puede descontrolar.» Weise, que nació durante un bombardeo aéreo, considera que su trabajo tiene una resonancia simbólica. Es una manera de poner de una vez el punto final a una guerra que terminó hace 65 años, pero que hoy sigue matando.
Carlos Manuel Sánchez

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