Lean y juzguen si aceptarían eso en Europa o el mundo libre. Obligación de trabajo no remunerado, comida de campo de concentración, prohibición de suplementar la dieta comiendo parte de lo cosechado, comida tirada a la basura,plagas, oscuridad, carencia.
Relato de Los días no volverán.
A los doce años cambié de uniforme y dejé atrás los tirantes de la primaria. Me afeité por primera vez las piernas −lo que provocó el espanto de mi madre− y tuve por primera vez la regla. Casualmente esa “primera vez” fue un 28 de enero: estuve todo el desfile agotada, con dolores desconocidos, pero no quería −ni podía− abandonar la fila: era la jefa de escuela, y como tal, tenía que dar el ejemplo. Al llegar a casa descubrí de qué se trataba. Y todo se gestionó de una forma silenciosa; mis padres se confabularon: él debía ir a la farmacia en busca de algodón y ella debía hablar con su hija de responsabilidades y embarazos que, dada mi proverbial niñez, me parecían entonces un disparate. Esos primeros ciclos fueron solucionados con compresas caseras, en cuya manufactura participábamos madre, hija y primas: un trozo de algodón envuelto en gasa y de dimensiones variables, según la necesidad. (Parece que las “íntimas” ya empezaban a escasear en las farmacias). Solo sé que a la tortura de las nuevas obligaciones de la feminidad, debí incorporar la exasperación que provocaba la textura de la gasa y el inmenso cuerpo extraño de aquel “tolondrón” que me imposibilitaba andar sin hacerme daño o sin que se desplazara hacia cualquier sitio, debiéndolo recolocar a cada paso, con discreción.
Ese año, también por primera vez, me separé de mis padres por un lapso de 45 días. La etapa al campo era un rito de paso obligado y como tal se vivía. En realidad, era la encarnación de un principio martiano, pero tras esa cubierta ideológica se escondía, sobre todo, la procura de mano de obra barata para los desolados e improductivos campos cubanos.
Para nosotros, significaba la independencia, la solidaridad, las ranas en los baños, las letrinas sucias, las primeras “giardias” −que demoraron en abandonarme, casi hermanas interiores−, las comidas desagradables en bandejas metálicas, los bailes en las noches, los primeros enamoramientos −las afortunadas, los primeros besos−, los primeros camiones o carretas abordados como si quisiésemos matarnos y todo para “coger sitio” en las barandillas, y desabordados después −a la vuelta al campamento y con idéntico frenesí−, esta vez para alcanzar una ducha personal, todo un privilegio de los más fuertes. El resto terminaba lavándose de forma colectiva: el agua escaseaba y un campamento de unas 400 personas tenía que ducharse en 2 horas. Recuerdo que junto con otra amiga, ambas enclenques, creamos una alianza con una “forzuda” que, a base de golpes y empujones, nos procuraba una ducha. A cambio, le dábamos nuestra bandeja de comida que, de lo contrario, tiraríamos casi intacta.
Las etapas al campo, en dependencia de la secundaria en la que se estudiase, podían ser épocas muy duras: la fiebre del sobrecumplimiento tenía adormecida la cabeza de nuestra directora necesitada de medallas, por lo que los surcos por escardar, guataquear y sembrar se multiplicaban cada día. Las metas eran inalcanzables y llenábamos nuestro trabajo de chapuzas y mentiras: saltábamos de surco, dejando alguno cubierto de yerbas, botábamos las “posturas” para sentarnos hasta que nos trajeran más mazos, y así sucesivamente. También intentábamos hacernos daño para quedarnos un par de días en la enfermería o en el campamento haciendo las labores de limpieza, que llamábamos “guardia vieja”: nos echábamos tierra en los ojos, nos torcíamos un pie. Algunos llegaron a partirse un brazo: dormían toda la noche con una toalla mojada alrededor del miembro y al despertarse, solo era necesario un golpe contundente para quebrar el hueso.
A los que se marcharan a casa sin pretexto justificado se les llamaba “rajaos”, y tener tal apelativo era como entrar al noveno círculo del infierno −el círculo de los traidores, según Dante− donde estaban los cobardes, los débiles, los enfermizos, los mariquitas, los religiosos que no iban al campo (fundamentalmente los “Testigos de Jehová”): toda una “fauna” de traidores de aquel sistema de formación del hombre nuevo, anclado en el principio de endurecimiento, de virilidad, propio de ese estado de paranoia en el que se vivía. Repetíamos a coro en los matutinos aquel lema machista y sacrificial: “Sólo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie, y nosotros, los pioneros, ¡moriremos como el Che!”. En ese año, 1986, comienza el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, que sumió al país en una efervescencia de reuniones, debates y denuncias contra los modelos “acapitalizados”, y surgió aquel lema de “abanderados del 2000”. Quien no cumpliera con sus normas productivas, no podría llegar al nuevo siglo con las banderas en las manos…
Otra historia, con tintes de hazaña, era la que vivían nuestros padres, forrajeando por toda la ciudad durante la semana para procurarnos, los domingos de visita, comida bien elaborada, jabones, leche en polvo y un arsenal de provisiones que no caducara (galletas o pan tostado, miel o leche condensada), con el que me mantenía nutrida hasta el próximo fin de semana, negada como estaba a tragar aquellos chícharos malolientes que me ofrecían cada día en el campamento. (Cantábamos, parodiando a “Bahama Mama” de los Bonnie M., aquello de “más jama, más jama, jama: arroz, chícharo y huevo a la semana”).
Aquellos domingos nos dábamos unos atracones gigantescos, frente a la cara despavorida de nuestros padres. Todo nos sabía a gloria. Mi delgadez y depauperación era tal que a mi madre le costaba mirarme a la cara. Los viernes sufríamos el desabastecimiento y añorábamos haber tenido la suerte de otros que trabajaban con naranjas o tomates. La siembra del tabaco no proporcionaba ninguna satisfacción alimenticia. (Un día nos escapamos hacia un campo bastante distante donde había matas de mango: subimos a tractores, carretas de bueyes y camiones… hasta llegar, y allí mismo nos dimos un atracón desaforado. En aquellos caminos desiertos tuve la certeza de que algo podía pasarnos. Regresamos al campamento al oscurecer con una mochila cargada de mangos que, para colmo, nos fue requisada por quienes dirigían. Como medida disciplinaria nos cancelaron la visita próxima de nuestros padres. No supimos la suerte que corrieron aquellos mangos, aunque la sospechábamos.)
De todas formas, entre tanto cansancio y resignación, siempre recuerdo, hacia al final de aquellas etapas, la emoción que sentía al mirar alguno de los campos sembrados por nuestra brigada y ver cómo las posturas se habían convertido en crecidas plantas de tabaco a punto de la floración. Más allá de la cuestión ética -que no me la planteaba- de que contribuiría a destrozar los pulmones de algún futuro consumidor, lo que me satisfacía era la posibilidad de que mis manos de ciudad se unieran, secretamente, a las de mis ancestros vueltabajeros (el tronco familiar de mi bisabuelo materno), todos cultivadores de tabaco y que, al triunfo revolucionario, debieron entregar sus rentables fincas para que cooperativistas, voluntarios y niños de secundaria, las sembraran.-
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