Vivir sin agua
Foto: Leandro FealHay veces que eso que llaman en mi país “fatalidad geográfica” no nos toca por sólo unos metros, es mi caso: vivo en El Vedado, en una zona donde tengo agua todos los días. A pesar de la sentencia filosófica “el hombre piensa como vive”, trato de salirme de mi húmedo entorno para constatar que a mi alrededor, otros aprenden a vivir sin agua.
Tengo una amiga que renunció hace tiempo a tener un inodoro blanco, el agua le entra cada dos días y el tanque no le alcanza para darse el lujo de descargarlo cada vez que lo usa: unas asquerosas marcas amarillas le recuerdan, cada cuarenta y ocho horas, que blanquear la loza puede convertirse en un lujo. Sin embargo no se queja, hay otros –y ella lo sabe– que están peor: A Leo le llega la pipa, allá en Centro Habana, una vez a la semana. Como tiene la casa declarada “inhabitable”, no puede poner su tanque en la azotea pues corre el riesgo de ver un día el techo caer sobre su cabeza. Fuera de la capital es peor, puede pasar una semana sin que una gota de agua salga por esa pila medio rota que no vale la pena ni arreglar.
Todas estas penurias sólo pueden ser resueltas –¿Quién sueña todavía que le respondan aquella carta que una vez envió al Comité Central detallando su penuria?– en el mercado negro: piperos armados de un camión, mangueras y mucha agua llenan, por algunos cientos de pesos, las cisternas resecas y apaciguan la necesidad de refrescar que los calores de este junio sin lluvia provocan. Como no todos los vecinos pueden pagarse la pipa ilegal, siempre hay quien llama a la policía para dar el chivatazo y denunciar el delito de “comprar agua en el mercado negro”. A mí no hay quien me convenza de lo contrario, en español eso se llama envidia y es una de las características primigenias del hombre nuevo: la miseria humana.
Esta ponzoña hacia el bienestar del prójimo tiene, sin embargo, extraños resultados: hace unos días un amigo me contaba cómo lo habían cogido in fraganti llenando sus tanques, pues un vecino llamó a la policía y denunció al pipero. Mi amigo se quedó sin agua, el vendedor salió con una multa de mil quinientos pesos y el vecino –esta es la parte absolutamente incompresible para mí– también se quedó sin agua, pues el Estado ya no puede agradecerle a cada delator con una prebenda. ¿Por qué ese vecino no denuncia con la misma perseverancia los despilfarros de agua por tuberías rotas y tanques desbordados que pululan por la ciudad? Por ejemplo, el tanque de la empresa eléctrica de al lado de mi edificio, de tanto que se bota me hace imaginar que tengo una fuente en el fondo del apartamento. Por desgracia sé por qué lo hace: su “combatividad” ante lo mal hecho no sube los escalones de lo oficial por cobardía, porque el tanque del Estado tiene impunidad para despilfarrar agua mientras que su vecino no tiene derecho a disfrutar de una ducha, y eso de ver hundirse “al de abajo” se ha vuelto, desgraciadamente, un deporte nacional.
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