Siempre recordaré la espera interminable, una masa informe de tiempo, no día por día, mientras esperaba se cumpliera la amenaza- promesa del Telegrama: un avión de Iberia nos sacaría de la patria- infierno.
Era 1971, justo después de los diez millones que nunca fueron, mientras Castro se cagaba en lo que no está escrito y los Van Van no se ponían colorados porque ya eran de color, cantando más fuerte que nunca que los diez millones Van, Van, aunque no habían ido ni irían jamás.
Un avión nos sacaría, nuevecito, sin grafittis en los asientos y con aire acondicionado- pronto iba a descubrir que eso existía-; nos guiarían un piloto galante y una tripulación vestidos de un bello azul prusia con emblemas brillantes, tal como yo ya los había visto caminar en por la ardiente pista, tan elegantes que prometían un mundo sin roturas o arañazos ni guaguas Ruta 18 inclinadas a un lado , desafiando el centro de gravedad.
Me habían puesto la miel en los labios 30 días antes, pues nuestro telegrama llegó el día que despedíamos al último familiar querido y anciano.
Y me pasé cinco por seis veces de días mirando al cielo y al suelo, observando las últimas diapositivas capturadas por la mente para el recuerdo de mi perro, de mi casa despintada ya ( obra de mi hermana y yo, aún Cronos era inocente), del barrio.
Gente que iba y venía , sin sospechar que los filmaba en mi memoria, absurdamente anodinos en su deambular.No sé porqué mi disco duro eligió para la pervivencia a una mujerona gorda que se sentó en un rellano de la calle Peñalver; no recuerdo su color, ¡extraño! aunque vea su cara y como se secaba con el dorso de la mano el sudor del sol impío de las doce.
Y así, sin volar volando, llegó el día del madrugón. No sé con qué vistieron a mi hermana, pero ahí mismo llegó mi "embutimiento" en un traje horrendo hecho a medida, con solapa, azul pastel, no sé si ya dije horrendo, reciclado del de un muerto por un sastre mariquita, al que bauticé como Tatica desde que le leí a Cabrera Infante describir a uno igual en alguna novela, La Habana para un infante difunto- si la memoria no me traiciona como Fidel al país que me disponía a abandonar, a traicionar dejándolo; tenía por eso un nudo en la garganta- qué contradictorios somos. Pero cómo soportar la mirada de reproche de mi perro Chuchi, que se olía algo y no era comida.
Poco más tarde Rancho Boyeros, temperatura ¡cinco grados!, y los consejos finales de mi padre, obsesivo, mientras mi madre freía huevos mirando con aprensión en derredor:
-Si alguien los llama aparte a alguna sala- eso era con mi hermana y conmigo-y les pregunta los motivos del viaje, ¡escúchenme bien, que yo no podré entrar con ustedes!
-¿Por qué no? No somos contrarrevolucionarios, somos niños.
-¡Shh, cállense y atiendan! MOTIVOS FAMILIARES. No digan ni una palabra más.
La nueva tanda de huevos fritos de mi madre la interrumpió un miliciano, que nos mandó pasar a la pecera. Creo que no hubo separación, pero nada recuerdo a partir de ahí, hasta el oficial pelirrojo -¡extraño!-de Iberia enjugarse el sudor diciendo, mientras cerraba la puerta del avión :
-Temperatura exterior 22º.
-¿Y en Barajas? quiso saber alguien.
-Mejor no se lo digo.- sonrió, travieso.
Al oír aquello un viejito español que viajaba solo, empezó a pedir una baraja para jugar al tute. Llevaba un cartelón al pecho, que lo marcaba como incapaz mental.
Más tarde se pasaría el vuelo pidiendo que abrieran la puerta porque se bajaba en Cuatro Caminos.
Lo último que vi fue prados verdes e incontables palmas reales antes del mar azul.
Treinta años después me hice con una imagen del barrio donde yo un día corretée, intentando, sin éxito, lograr un autógrafo de Sonia Calero.
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