OCTAVO CERCO.Marta está cansada de los hospitales. Tiene -como la mayoría de sus coterráneos- mala suerte con la salud pública. Uno de los pilares de la revolución en la que nació no deja de parecerle un edificio carcomido en estática milagrosa, un pilar de la destrucción.
Hace algunas semanas estuvo cuidando a un familiar en el Calixto García. Entre otras vicisitudes, los sueros que necesitaba su paciente fueron comprados en el mercado negro, la mayoría de las medicinas “resueltas” y el tratamiento supervisado por los propios familiares. A fuerza de averiguar aprendieron a recordarle a la enfermera la hora exacta de las curas, el nombre de cada pastilla y el tratamiento –llevado a cabo por ellos mismos- para evitar escaras.
Como rara vez había agua, trajeron cubos; como no había cómo calentarla para la hora del baño, compraron un calentador; como había demasiado calor en el cuarto, pidieron un ventilador prestado. Lo llevaron todo: el jabón, las sábanas, la comida, el sillón del acompañante, la crema, el alcohol, las vitaminas y el algodón.
El único problema que quedó sin resolver fue el asunto de la tupición del baño; pero que el inodoro tuviera siempre un agua verde-roja apestosa y que el sifón del lavamanos se botara irremediablemente, podían ser considerados menores teniendo en cuenta la capa de churre de todo el local, la destrucción de las ventanas y los cables flotantes del falso techo.
Marta me cuenta que terminó su estancia agotada: lo único que le pide al cielo es morir de un infarto en su propia casa, sin tener que disfrutar de las comodidades de la salud pública cubana.
Hace algunas semanas estuvo cuidando a un familiar en el Calixto García. Entre otras vicisitudes, los sueros que necesitaba su paciente fueron comprados en el mercado negro, la mayoría de las medicinas “resueltas” y el tratamiento supervisado por los propios familiares. A fuerza de averiguar aprendieron a recordarle a la enfermera la hora exacta de las curas, el nombre de cada pastilla y el tratamiento –llevado a cabo por ellos mismos- para evitar escaras.
Como rara vez había agua, trajeron cubos; como no había cómo calentarla para la hora del baño, compraron un calentador; como había demasiado calor en el cuarto, pidieron un ventilador prestado. Lo llevaron todo: el jabón, las sábanas, la comida, el sillón del acompañante, la crema, el alcohol, las vitaminas y el algodón.
El único problema que quedó sin resolver fue el asunto de la tupición del baño; pero que el inodoro tuviera siempre un agua verde-roja apestosa y que el sifón del lavamanos se botara irremediablemente, podían ser considerados menores teniendo en cuenta la capa de churre de todo el local, la destrucción de las ventanas y los cables flotantes del falso techo.
Marta me cuenta que terminó su estancia agotada: lo único que le pide al cielo es morir de un infarto en su propia casa, sin tener que disfrutar de las comodidades de la salud pública cubana.
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