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Me reservo el derecho de publicar noticias ficticias -debidamente señaladas NF- cuando la realidad me aburra, alternando con mis entradas de opinión.

martes, 1 de junio de 2010

La nalga de R , y sin foto de R.

Sin foto de R por Claudia Cadelo. De Octavo Cerco



Foto: Orlando Luis Pardo Lazo

Este post no lleva la imagen de R porque no tuve corazón para decirle que me dejara fotografiarle el hueco del pinchazo en su nalga. Eran cerca de las dos de la mañana del sábado y estábamos Ciro, un periodista y yo en casa de Juan Juan cuando entró la llamada.

R gritaba al otro lado del teléfono, podíamos escuchar sus sollozos y las palabras “sangre” y “me pincharon”, estaba justo a una cuadra de la tienda “La Mariposa”, en Nuevo Vedado, en la esquina de su propia casa. Salieron a buscarla los hombres en el carro de Juan Juan. Minutos después tenía delante de mí a una mujer con la cara manchada de sangre, la boca hinchada y un hueco de aureola roja en el pantalón, justo donde se ponen las inyecciones: le quitaron el móvil, le dieron patadas y para rematar un “¡pínchala, pínchala más!”, que gracias a dios no llegó a más o no hubiese salido con vida. La ayudé a bañarse mientras ella sólo repetía “eran unos niños, de la edad de mi hijo”, y temblaba como una hoja.
–Tenemos que ir al hospital porque la herida lleva puntos, después descansas.

En el Clínico Quirúrgico el cirujano de guardia, al que despertamos, preguntó:
–¿Qué pasó?
–La asaltaron, la pincharon –le dije, y entonces empezó el surrealismo de verdad:

Se sentó en un buró, sacó planilla y pluma, miró a R y sin transición entre el hueco de su nalga y su rutina de amigdalitis, se dispuso a llenar un formulario:
–¿Nombre? ¿Apellidos? ¿Edad? ¿Municipio?

En lo que él trataba de que su bolígrafo escribiera, yo mataba una cucarachita que deambulaba campante por la mesa y bordeaba sin dificultad la planilla. Cuando hubo terminado con las formalidades echó un vistazo –pensé por un instante que nunca llegaría a hacerlo– a la herida.
–Un puntico y ya está, tranquila.

A ponerle el punto fuimos. El médico me miró como si yo estuviera completamente fuera de mis cabales cuando empecé a espantar las moscas de la enfermería: él, que comparte escritorio y escritura con las cucarachas, debe pensar que soy una maniática de la limpieza. R se acostó –no voy a dar detalles de la camilla– y el doctor preparó el hilo para coser. Un segundo antes de ver la aguja dentro de la piel pregunté:
–¿No hay anestesia?
–Son sólo dos punticos, no hace falta.
–Los puntos duelen.

Juan Juan, parado a mi lado, blanco como la leche y sudando frío intervino:
–Pero si le acaban de caer a patadas. ¿No hay anestesia?

Gracias a dios que sí había y que se la pusieron, pues los “dos punticos” demoraron quince minutos en quedar puestos y R no estaba en condiciones de aguantar más dolor. En algún momento todo se me hizo demasiado denso y tuve ganas de vomitar: las moscas, la sangre, el calor. Salí a coger aire.

–¿Qué líquido es ese? –soltó Juan Juan casi al final, para esas alturas yo estaba adentro otra vez haciendo catarsis con las moscas, a las que perseguía con furia.
–Yodo, el mejor desinfectante del mundo.
–Menos mal que no soy alérgica –soltó R y me tuve que sonreír, si no, me caía desmayada.

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