Suena el móvil, pero no lo descuelgo. Espero que el ring ring se apague y me voy a un teléfono cercano para marcar el número que ha quedado registrado. He advertido a mis amigos que me hagan una llamada perdida y después les respondo, pero algunos insisten y olvidan el alto costo de un minuto de conversación en la red celular. Tengo con ellos un código de dos timbres si es urgente y tres si se trata de algo que puede esperar. Cuando estoy en la calle y vibra el artilugio que llevo en mi bolso, busco un terminal público que acepte monedas o al que no le hayan arrancado el manófono.
Aunque la empresa de telecomunicaciones ETECSA informó que el número de usuarios de móviles superará pronto el millón, seguimos siendo minusválidos en esta tecnología. Recibir una llamada nacional es una locura, configurar el MMS puede llevarnos horas de pelea con las operadoras y encontrar un lugar donde vendan tarjetas de recarga se parece al filme “Misión imposible”. Como un adolescente al que le han crecido los pies y ya no le entran los zapatos, a nuestra telefonía celular le ha aumentado el número de abonados pero sin la correspondiente mejoría en la infraestructura. Pues tal crecimiento no obedece a un desarrollo integral sino que está dado por el deseo de recaudar –a toda costa– esos billetes convertibles y de colores que simulan al dólar.
A pesar de las recientes rebajas para darse alta, un médico aún no puede costearse una línea de móvil, pero la policía política goza de tarifas subvencionadas en moneda nacional. No es posible tampoco abrir un contrato para pagar a fin de mes, pues estamos condenados a tener un fondo previo para lograr comunicarnos. Muchos nos sentimos estafados por ETECSA, pero el monopolio estatal no permite que otros competidores nos ofrezcan un servicio mejor y más barato. Mientras aparece una solución, miles de usuarios ensayamos un extraño código morse con los celulares: un timbre, dos, tres… ¡No respondas al otro lado! sólo corre hacia el teléfono más próximo.
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