Lunes , 17-05-10
LOS héroes no son -como nos quieren hacer creer- esos que siempre quedan bien en las fotos y tienen biografías repletas de supuestas hazañas. Cualquiera se convierte en protagonista de una época sin quererlo y provoca un punto de inflexión en la caprichosa historia desde un rostro anodino, unas manos temblorosas o una voz impresentable para las tribunas. Lo ocurrido en las últimas semanas en Cuba confirma cuán prescindibles son los salvadores carismáticos si las diminutas personas de una sociedad se deciden a no esperar por ellos. El hormiguero que componen los inconformes parece haber entrado en ebullición en esta isla y -lo más novedoso- ya no bastan las represalias y los castigos para calmarlo. La rebelión de los pequeños mina un sistema hecho a lo grande, destiñe un proceso político que ha querido mostrarse durante cinco décadas con los colores encendidos de la utopía.
Es cierto que las calles de nuestras ciudades no se ven llenas de manifestantes con carteles, pero tras las persianas de las casas los susurros de insatisfacción han crecido varios decibelios. Son esos seres anónimos quienes con un mohín de desagrado, un aplauso sin la energía de antaño y un comentario ácido sobre el curso de la situación están horadando un poder afincado en la inercia y el miedo. Algunas de estas expresiones de desilusión ganan también el espacio de las aceras, las oficinas, los viejos autos colectivos en los que una parte de la población se transporta. Las razones para tanta frustración radican no sólo en la gravedad de los problemas cotidianos, sino en la falta de expectativas para solucionarlos. Los cubanos estamos sumidos en la ineficiencia estatal, en una crisis económica ya crónica y en la falta de transparencia con el manejo de los recursos públicos. El soborno se ha instituido como método para saltarse las trabas burocráticas y la corrupción ha hecho metástasis en todas las esferas de la sociedad. A nuestro lado campean libremente el nepotismo, el beneplácito popular al mercado negro, la pérdida de confianza en las instituciones y el llamado «sociolismo» que crea una red infinita de favores y compromisos.
El deterioro progresivo ha desengañado incluso a quienes hace un par de años presenciaron ilusionados el ascenso de Raúl Castro a la presidencia. Apostaban por el hermano menor como la figura capaz de insuflar pragmatismo y eficiencia a un sistema sostenido sobre prohibiciones absurdas, excesivos controles y una inoperante estatalización. Para muchos de estos convencidos raulistas, la indecisa y torpe gestión del General les ha llevado a concluir que la revolución, el proceso, esto, o como cada cual quiera llamarle, consumió hace décadas su combustible inicial y agotó cualquier vestigio de iniciativa renovadora. Los nombres de quienes hasta hace poco aplaudían y prestaban su prestigio para sostener el status quo han comenzado a ser asociados con la crítica y la decepción. La revuelta de los propios, podría llamársele, si no fuera porque nos queda la duda de si algún día realmente creyeron en lo que decían.
La lenta pero creciente insubordinación de los individuos ha cobrado más fuerza entre los sectores opositores y críticos al Gobierno. Desde finales de febrero el descontento alcanzó niveles difíciles de manejar por la Policía política a raíz de la muerte de Orlando Zapata Tamayo. El lamentable deceso de este holguinero de 42 años ha funcionado como un elemento aglutinador de los inconformes, como el punto de confluencia que tanto habían tardado en encontrar los disidentes. Con el recrudecimiento de los mítines de repudio contra las pacíficas Damas de Blanco, las detenciones arbitrarias y la intolerancia del discurso político, quedó al descubierto la desesperación de las autoridades, que han optado por reactivar los oxidados mecanismos de la coacción. A los trabajadores y estudiantes se les distribuyen orientaciones para enfrentar actos contra el proceso revolucionario y a los militantes del partido comunista se les previene de posibles agresiones internas y externas. Este reforzamiento de la agresividad y de la violencia contra el que piensa diferente apunta a un nerviosismo institucional de impredecibles consecuencias. En lugar de aperturas económicas y políticas, Raúl Castro ha seleccionado las trincheras ideológicas para mantener el poder.
En la arena internacional muchas voces han pasado de la loa al insulto, del silencio a la crítica contra el Gobierno cubano. La rebelión de los ciudadanos tiene así varias orillas desde las que miles de dedos señalan a una gerontocracia enfundada en verdeolivo. Una campaña condenando la muerte de Orlando Zapata Tamayo y exigiendo la liberación de los presos políticos ha obtenido más de 50.000 firmas, mientras la Plataforma por Cuba agrupa a decenas de rostros de la intelectualidad española en un enérgico llamamiento a poner fin a una dictadura «feroz y dolorosa». Las muestras de solidaridad nacen no sólo de los individuos -héroes de esta jornada-, sino que cobran cuerpo en instituciones, parlamentos y organismos internacionales. Cuba es hoy no sólo la preocupación de sus habitantes y de sus exiliados, sino tema también de eventos -a la manera del organizado en estos días por la FAES- que convergen en la necesidad de que la isla discurra hacia la democratización y lo haga de la manera menos traumática para sus habitantes.
Aunque la historia se mueve a su ritmo -desesperante para muchos-, una rebelión de los pequeños, de los inconformes y los segregados, intenta darle hoy un nuevo compás en esta isla. El hombre que enflaquece sin probar comida sobre la cama de un hospital, la mujer vestida de blanco que recorre las calles con un gladiolo o el académico que echa a circular un correo electrónico con sus críticas son los héroes de este momento. A sus rostros quizá no se les da bien el encuadre de una foto, sus voces desafinan frente al micrófono y el estremecimiento sacude sus manos cuando están en público, pero sin dudas son los protagonistas del cambio en Cuba. Diminutas hormigas que están horadando desde abajo un muro que ha tardado cincuenta años en levantarse.
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