Tenemos unos cuantos gatos, sin haberlo querido, debido a circunstancias ineludibles. Hay que añadir uno más, de la vecina, que accede a mi casa por el puente que le hice antes que volviera a caerse a la calle. Busca compañía como también una comida que prefiere a la que tiene en su casa. Aparte del precio es un fastidio lo rápido que hay que volverles a comprar.
Por eso cuando Garfield surgió de la calle guiado por su instinto y comenzó a elevar maullando sus ojos mi balcón, decidí no adoptarlo. Le bajaba comida y agua, que también le daban otros padres adoptivos, los que le bautizaron así muy acertadamente. Era color oro, como sus ojos. Pedía como una lima y ni engordaba. Ya tengo un macho y no quería guerras, ni que se me muera otro por traer a un refugiado. La panleucopenia no perdona, ni acepta tratamiento.
Hoy, al saber que un vehículo lo reventó, más que nunca me agarro a los pensamientos por los que me enfrenté a mis hijos . Eso lo puedo superar mucho mejor que el recuerdo de cuando yo espantaba a una gata que también quería comer de la comida que yo daba a mi hijo Garfield. Decidí no pensar que ella tuviera hambre, decidí discriminarla, espantarla, tirarle con lo primero que tuviera a mano, ignorar su hambre furiosa, decidí que yo no era el banco mundial, y decidí desterrar la palabra infeliz o pobrecita.
Ese es el drama de la vida y de la injusticia de la vida.
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